La ansiedad de los mensajes de texto sin responder
Invitar a salir a alguien nunca ha sido fácil; en mis tiempos mozos, se requería de mucho valor. El simple hecho de levantar la bocina del teléfono, presionar los números de la persona en cuestión, encontrar un pretexto liviano del porqué se hizo la llamada en un principio para tratar de desviar la conversación hacia el ofrecimiento en sí.
Desde ese entonces, incluso cuando la pregunta se hacía lo más directa posible, quienes estaban del otro lado de la línea encontraban la forma para que su respuesta fuera ambigua. Si preguntabas“¿Quieres ir conmigo al cine el viernes?”, podían devolverte un “Déjame ver”, o el inigualable “Este fin de semana no puedo”, mismo que no solo no resolvía la incógnita, sino que te obligaba a reformular el planteamiento, ya sea para proponer una nueva fecha o actividad alterna.
Las cosas en la actualidad no han cambiado mucho. Bajo el ángulo de las relaciones interpersonales, usamos los mensajes de texto para absolutamente todo; desde hacer una inocente invitación a salir hasta para poner fin a un noviazgo que no va a ninguna parte. También están esos textos de medianoche cuya finalidad es terminar con alguien en la cama o aquellos que solo quieren desearle un buen día a alguien especial.
Aunque la tecnología nos ha ayudado a mantenernos conectados y comunicados las 24 horas del día e incluso ofrece el poder monitorear los trayectos y ubicaciones de cada individuo, cuando se trata proponer algo con el riesgo de dejar la dignidad embarrada, los procesos no se han facilitado. Por el contrario, las diferentes aplicaciones de mensajería instantánea han creado nuevos y complicados padecimientos mentales.
Sin importar la causa, los mensajes de texto —o la falta de ellos— han incrementando la ansiedad en las personas. Los psicólogos lo llaman "El indicador de conciencia” o el tiempo que transcurre entre un mensaje y otro. En los iPhone, por ejemplo, la burbuja que aparece mientras la otra persona escribe “es una bestia curiosa” como le dijo en entrevista al New York Times el profesor Paul Dourish de la Universidad de California, quien estudia los cruces entre tecnología y sociedad. La función “expresa que se hace algo, pero no exactamente qué" y esto llega a ser inquietante.
En noviembre del año pasado la aplicación favorita de mensajes en tiempo real WhatsAppempezó a notificar a los usuarios cuando sus escritos eran leídos por los respectivos destinatarios, mostrando junto a la hora de envío un par de palomitas azules. Esta característica es un arma de doble filo, ya que por un lado brinda la seguridad al emisor de que sus palabras llegaron con bien a su destino, pero, por otro, en el caso de no obtener una respuesta pronta, puede desembocar en una crisis nerviosa. Para muchos, es más fácil lidiar con no saber por qué no les han contestado que enfrentar a que alguien lea sus textos y tome la decisión de no responderles.
Entonces, ¿qué hacer con tan escalofriante información? Nada. El saber que la otra persona no ha contestado un mensaje es la mejor oportunidad para lograr un estado zen de absoluto autocontrol. Conforme la ansiedad derivada de esta situación evoluciona, uno se aleja cada vez más del propósito original y, como una bola de nieve, la sensación rápidamente se convierte en desesperación y ésta, a su vez, en una intensidad peligrosa. Es así como terminamos escribiendo otros seis o siete mensajes, faltos de coherencia y autoestima por igual.
En estos casos, lo mejor es alejar la atención de la pantalla y encontrar un distractor que minimice la fijación. Una buena forma es la que alguna vez escuché recomendar a un maestro en la licenciatura de Economía: diversificar el portafolio o, en términos coloquiales, no poner todos los huevos en una canasta. Además, el tiempo de respuesta de un mensaje de texto puede convertirse en un excelente termómetro del lugar en el que se está parado frente a la otra persona. Cuando el interés es recíproco, las cosas fluyen; incluso cuando se hacen las difíciles, contestarán si hay interés de por medio.
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